Por Carlos Manuel León Gómez
Este análisis literario escrito por el comunicólogo sancristobalino y asesor de tesis ayacuchano revela los grandes secretos literarios del cuento incluido en el libro Sacrificios bajo la luna (Editorial Apogeo, 2022).
Autor: Marco (Anthropology and Practice). Aprende más sobre mi y estate al tanto de mis publicaciones en Instagram.
Cuando yo era un niño me resultaban especialmente fascinantes las historias que ocurrían en el pueblo de mis abuelos, al pie de la montaña del Tinka, en Fajardo. El pueblo era ese territorio mítico en el que todo podía suceder, un lugar mágico y misterioso, colmado de olores, sombras, aullidos y pálpitos desafiantes, y más de una vez por una superior curiosidad tuve que desandar el camino por la zona de la sombra.
Hace unos días, a medianoche de luna menguante, con una linterna en mi vivac, en una lúgubre colina de los Andes donde arreciaba el frío, leí el cuento intitulado “Flor carnívora”, incluido en el libro Sacrificios bajo la luna (Editorial Apogeo, 2022), que me sobrevino a la mente las imágenes fantasmagóricas de mis caminatas, encontré en mi memoria un espiral de recuerdos de sucesos antinaturales que me ocurrieron cuando dormía en solitario en el collado, mi vagabundeo onírico entonces anduvo por los vericuetos de la insondable noche.
Entonces, evoqué a Lovecraft, quien decía que era una especie de entidad que da libertad al sueño sin sueños, un hermano de la luz, que ha flotado con nosotros por los valles resplandecientes, como vagabundos de los amplios espacios, viajeros de múltiples eras. Él creó toda una cartografía de mundos oníricos que hemos explorado y que ha sido muy fácil identificarlos gracias a que nosotros mismos nos entregamos cada noche a las rutas inconmensurables del sueño.
Como la vida, las flores son hermosas y frágiles, y tal vez por eso la gente las considera apropiadas para la muerte e incluso para las catástrofes. Empero, la historia de “La flor carnívora” el autor la pintó como una flor diabólica de mandrágora, que me recuerda a esa sensación ominosa de estar pasmado y triste cruzando los límites, ya sea de una realidad inmediata u onírica, y que además sus personajes no se cruzan por accidente o por casualidad, sino de manera voluntaria e inclusive obsesiva.
El cuento está recorrido por los temas habituales: la hora diabólica, mar de mandrágoras, resplandores mortecinos de madrugada, mutantes, seres bestiales, vampira carnívora en forma de planta. En este relato están concatenadas lo mágico, lo siniestro y lo ominoso.
En esta exploración onírica, el autor logra mantener la forma, la tensión y la atmósfera extrañísima, pero a la vez familiar en la que uno transita cuando duerme, y eso me induce a pensar que compartimos una confidencia que crece mientras más alejados nos hallemos de lo conocido y más terribles sean para los personajes las consecuencias de las visitas a esos escenarios, y las resistencias contra los ataques de seres atroces. Y es que el sueño es uno de esos misterios más divinos que nació junto con la conciencia del ser humano.
El espectador tendría que acercársele, mirarlo, y cuando se dé cuenta de que la mujer no era la flor hecha de carne y huesos humanos que parecía en un principio, sino era un ser deforme de pétalos gigantes, ramas grotescas, enredaderas de raíces, de fauces dentadas. Ha sido deliberado el artificio de hacer pasar huesos y carnes por la flor mutante.
Uno se queda en suspenso, incapaz de decidir qué es lo que sucederá después, temporalmente despojado del sentido común en relación con el carácter de la naturaleza de la trama. Esto es lo que subyace a cualquier imaginación, ya sea hecha con un cadáver o a un cuerpo vivo. Diría que un relato comprometido es una ingenuidad, porque nadie sabe del todo lo que ejecuta. Un escritor, admitió Kipling, puede concebir una fábula, pero no penetrar su moraleja. Debe ser leal a su imaginación, y no a las meras circunstancias efímeras de una supuesta realidad.
Nosotros somos capaces de encarnar nuestras propias identidades cósmicas, sin embargo, para lograrlo, hay que traspasar ciertos umbrales y sobre todo aceptar que el mundo de la conciencia onírica es la clave para acceder a todos esos conocimientos más allá del cuerpo y de la razón que no puedan descifrar.
El sueño y la realidad se mezclan con tanta naturalidad en nuestros rituales diarios como algo espléndidamente sardónico, salvaje, cruel y horroroso: tal como la caída en la nada expresada por la perturbadora complicidad entre el amor y el espanto.
Relatos de esta naturaleza merecerían quizás algunas sustituciones, omisiones y añadidos, no explica aquello que hizo a los lectores admirar el estilo de este escritor de buena estofa de la literatura ayacuchana, con la diferencia de aquellos otros muchos escritorcillos paquidermos que pululan en nuestra ciudad. Se podrá objetar quizás mi afirmación, pero su razón de ser también es comprender aquello; además, esto permitiría abrir el abanico de lectores de relatos de terror.
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Carlos Manuel León Gómez
Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad de San Cristóbal de Huamanga (UNSCH), músico diletante de rocanrol, montañista apasionado. Declarado fan de los girasoles, azucenas y margaritas, y catador de vinos. Ganó el Premio de proclama y testamento (2016) de los carnavales ayacuchanos y está pronto a publicar su cuentario “Caminos de Montaña” (2023). Actualmente se dedica a la asesoría de tesis en metodología cualitativa.